La arquitectura brutalista, con su estética imponente y su uso audaz del concreto, ha sido históricamente asociada con la representación del poder. En Argentina, esta tendencia arquitectónica se ha manifestado en edificaciones que no sólo buscan satisfacer necesidades funcionales, sino que también se erigen como símbolos del estado y del control social. Desde la construcción de edificios gubernamentales hasta universidades, el brutalismo ofrece una narrativa compleja sobre el papel del poder en la organización urbana y social.
Desde la década de 1950, el brutalismo ha dejado su huella en el paisaje argentino con ejemplos emblemáticos como el Centro Cultural Kirchner y la Biblioteca Nacional. Estas estructuras, caracterizadas por sus formas geométricas agresivas y su uso del hormigón expuesto, evocan una dualidad: por un lado, pueden ser percibidas como monumentos de progreso; por otro, como expresiones de una burocracia distante. En el contexto actual, la percepción de estas obras ha comenzado a transformarse, con un creciente interés en su valor estético y su potencial para generar espacios comunitarios, en un contraste marcado con su reputación anterior de frialdad y deshumanización.
La evaluación del brutalismo en Argentina también plantea preguntas cruciales sobre la memoria colectiva y la identidad nacional. Mientras algunos abogan por la conservación de estas estructuras debido a su valor histórico y cultural, otros critican su legado como representaciones de un poder autoritario y opresor. En este sentido, el futuro del brutalismo en el país puede depender de su capacidad para adaptarse a nuevas narrativas que integren su pasado con las aspiraciones de una sociedad en constante cambio. Esta reflexión sobre la arquitectura brutalista invita a reconsiderar su papel no solo como símbolo de poder, sino también como espacio de diálogo social y cultural.